Llevar una dieta equilibrada no es solo una cuestión física, sino que nuestro bienestar mental juega una parte muy relevante en alcanzar un estilo de vida verdaderamente saludable.
“La comida no es solo una necesidad básica, sino que es una manera de socializar y conlleva una carga cultural e identitaria muy fuerte”, comienza explicando la Dra. Aurora Gómez, especialista de MundoPsicólogos. A día de hoy, sabemos que la alimentación tiene una fuerte vinculación con la salud mental y los sentimientos -ya hablamos en su momento de la importancia de aprender a distinguir entre hambre emocional y hambre real-, pero muchas veces creemos que esto solo afecta a quienes padecen un grave trastorno alimenticio, cuando en realidad, hay determinados patrones ‘insanos’ que muchas personas practican sin ser conscientes de que pueden ser un problema. Para verlo de forma clara, la health coach Beatriz Larrea lo expone así: “Una relación sana con la comida no es algo que logras de la noche a la mañana, es un trabajo que se basa en la constancia y la dedicación, igual que trabajar en la relación con tu pareja o tu familia”.
Lo primero para mejorar esa relación, claro, será identificar cuáles de nuestras conductas pueden ser negativas para nuestro bienestar tanto físico como mental, para poder ver más claramente si mantenemos un vínculo negativo con la comida o, incluso si solo caemos en uno o dos de esos patrones comunes, ser capaces de reconocer aquellos puntos en los que debemos trabajar para mejorar. Del mismo modo, desgranamos aquellos gestos que sí son positivos e indicativos de que ese trato con la alimentación es saludable. Con los puntos que comparten la doctora Gómez y la health coach, esta sería una lista bastante aproximada:
Si mantienes una relación sana con la comida…
- Disfrutas de los alimentos, del proceso de cocinar y de la parte social que lo rodea.
- Escuchas y respetas tus señales de hambre (y solo piensas en la comida entonces) y paras cuando estás satisfecha.
- Optas por platos que mantienen tu salud física y mental.
- Mantienes unos horarios adecuados.
- No existen sensaciones de culpa o arrepentimiento tras comer, ni ansiedad antes de hacerlo.
- No hay alimentos prohibidos.
- No usas la comida como forma de afrontar o aplacar sentimientos negativos.
- No restringes las interacciones con otras personas ni evitas situaciones por la comida.
- No defines totalmente tu identidad por la alimentación.
- Comes unas proporciones adecuadas (ni muy grandes, ni muy pequeñas), pero sin obsesionarte con las cantidades.
- Tienes una amplitud de alimentos, formas de cocinar y contextos donde disfrutarlos.
- No tienes conductas de purga tras comer.
- No te pesas todos los días ni cuentas calorías.
Evidentemente, gestos completamente opuestos a los mencionados pueden esconder un problema con la comida, como “mantener una identidad inflexible en torno a la alimentación, horarios poco estables, cantidades inadecuadas (o muy grandes o muy pequeñas), poca variedad de platos e ingredientes o dejar de ver a ciertas personas por cuestiones alimentarias”, señala la doctora Gómez. Asimismo, sentimientos de culpabilidad al comer, contar calorías, seguir y abandonar dietas constantemente, restringir determinados alimentos o sentir ansiedad o estrés cuando comes en público también son señales negativas, según apunta Beatriz Larrea.
Entender de dónde vienen estos patrones puede ser bastante complejo, ya que hay bastantes factores que pueden influir. La health coach pone como antecedente probable la propia infancia, poniendo como ejemplo el caso típico en el que se le da a un niño un caramelo para que deje de llorar, con lo que a la larga desarrollamos esa respuesta automática que nos hace pensar que el dulce es la solución al problema. “Una mala relación con la comida tiene poco que ver contigo y más con el ambiente obesogénico y adictivo en el que creciste. Así que partiendo de esto, debemos tratarnos con amabilidad y paciencia a nosotros mismos, para poco a poco, deconstruir la historia y reprogramar la mente”, comenta.
Pero aunque, efectivamente, el entorno en el que crecemos puede ser muy significativo, la doctora Gómez expone toda una serie de factores que son capaces de influirnos en gran medida: “Debido al carácter tan cultural de la comida y el proceso de cocina, en primer lugar debemos mirar los aspectos sociales. Por ejemplo, vivimos en una sociedad obesogénica que da un mensaje contradictorio: por un lado te alienta a consumir comida ultraprocesada insana, y por otro hace un culto a la delgadez imposible; en segundo lugar, en terapia miraríamos si los horarios de trabajo están siendo compatibles con el cuidado de la vida. Una sociedad donde el exceso de horas de trabajo (y las distancias) hace complicado cocinar sano cada día, por eso se han popularizado formas de cocinar como el batch cooking; en tercer lugar, analizaremos las cuestiones más urbanísticas. ¿Vives en una ciudad o una zona rural? ¿Cuántos supermercados tienes cerca? ¿Cuántas fruterías? ¿Cuánta oferta de comida rápida?. Estos mapeos de recursos alimentarios nos dan una idea de cuáles pueden ser las dificultades para los clientes a la hora de cocinar y comer; en cuarto lugar, la parte de interacción social durante la comida. Si comen solos o acompañados, si hay buen clima durante la hora de la comida, o por el contrario es un momento de tensión y conflicto”. Luego entrarían en juego esos factores personales de los que hablábamos antes, desde el papel de la comida en tu familia, hasta quién cocinaba, qué mensajes hemos recibido sobre la delgadez y la obesidad o incluso qué entendemos por ‘comida sana’.
Asimismo, la psicóloga apunta que “en muchos trastornos alimentarios, se utiliza el control sobre la comida porque no queda ninguna otra área sobre la que se sienta el control”, algo que, por supuesto, esconde un problema mayor de fondo. A esto debemos añadir los estereotipos que se han generado en nuestra sociedad sobre este tipo de cuestiones, pues según indica la experta, “quienes lo sufren, provocan una fuerte estigmatización y se dificulta el autoidentificarse. Por poner un caso particular, si solo detectamos como relación insana con la comida la anorexia, y pensamos que quienes la sufren solo son mujeres adolescentes, costará detectar otros problemas en otras poblaciones, por ejemplo los atracones nocturnos en hombres de mediana edad”. Además, indica que no debemos olvidar que esta cuestión está en nuestra vida de forma constante de una manera que no se repite con otras problemáticas: “Quien tenga miedo a volar no se enfrentará a su problema a diario. Pero en el caso de la comida, nos encontraremos en esa situación hasta cinco veces al día. Si esta situación es algo bello y que nos da placer, será un refuerzo muy importante en nuestra vida”.
La conclusión es que una alimentación ‘buena’ o ‘mala’ no es solo una cuestión corporal, ni mucho menos, es más, llevar una dieta equilibrada puede ayudarnos en otros aspectos que no están relacionados con la nutrición. “La salud mental nunca se puede separar de la física, porque ambas habitan el mismo cuerpo. Cuando alimentamos bien nuestro cuerpo, también alimentamos nuestra alma. Por ejemplo, si reducimos el consumo de ultraprocesados e introducimos ingredientes sanos, mejoramos la variedad de microbiota intestinal, responsable de la producción del 80% de la serotonina”, elabora la psicóloga, que añade que “gracias a las investigaciones de los últimos años sobre el Eje Cerebro-Gastrointestinal (Gut-Brain Axis) hemos aprendido mucho sobre cómo una alimentación sana ayuda a mejorar la salud mental y evitar problemas como la depresión”.
Entonces, ¿qué acciones o cambios de hábitos podemos llevar a cabo para trabajar en esa relación día a día? “La primera pauta es revisar nuestras creencias sobre la alimentación y el proceso de cocinar, deconstruir las ideas que estén en los cimientos de nuestra relación insana. Luego detectaría los escollos, las cosas que nos dificultan una mejor relación”, indica la psicóloga. Esto se puede traducir en gestos más grandes o más pequeños, desde valorar el tiempo que tenemos para cocinar y la disponibilidad del espacio e instrumentos necesarios, hasta la cercanía de lugares donde comprar mejores ingredientes como mercados o fruterías. A esto se añadirían pasos más específicos, como “tener asertividad para atreverse a pedir un corte de carne en la carnicería del barrio en vez de coger las bandejas del supermercado, ampliar el número de recetas, técnicas de cocinar y simplificar rutinas de limpieza…”. La especialista también hace hincapié en la importancia de ser realistas, tener en cuenta de que no siempre tendremos tiempo o ganas de cocinar y prepararnos para esos momentos con una despensa bien nutrida o tener tuppers ya dispuestos. “Debes pensar en tu yo del futuro y cómo cocinar puede ser un acto de cuidado y cariño contigo mismo”, remata la doctora Gómez. Por supuesto, trabajar en terapia todos aquellos patrones que no son saludables también será esencial, pero Beatriz Larrea nos da unas pautas generales por las que podemos empezar:
- Date permiso para comer.
No hay reglas rígidas. Cuando te restringes, se crean sentimientos de hambre, prohibición y ansiedad alrededor de la comida. Si tienes hambre, tienes permiso para comer, hayas comido o no extra a la hora de la comida. Tus señales de hambre mandan. - Aprende a escuchar tus señales de hambre y saciedad.
Esta para mí es la parte más difícil. Es irónico, porque debería ser algo fácil, algo que en los niños está muy claro, hasta que llegamos los adultos y hacemos que estos niños pierdan su propia capacidad de autorregularse. Además, la cultura de las dietas nos ha enseñado que tenemos que basarnos en gráficos generalizados que nos dicen cuántas calorías debemos comer al día. Esto es imposible de calcular y de justificar, ya que no es lo mismo un adolescente atleta de alto rendimiento que uno que está con el ordenador todo el día. O que tú misma un día tengas un día muy activo y otro te quedes en casa viendo la televisión. La única persona que sabe cuánto debes comer eres tú. - Practica el mindful eating.
Este concepto se ha convertido en la clave para mejorar la relación con la comida. Tiene que ver con estar presente en el momento que comes. Cuando comes mindful, comes sin distractores, sin aparatos electrónicos, lo que haces es estar presente en las experiencias que se asocian a la comida, o sea el sabor, la textura, tus señales de saciedad y el cómo te hace sentir ese alimento. Puedes preguntarte: ¿A qué sabe? ¿Con este alimento calmo el antojo que tenía? ¿Este alimento me ayudó a cambiar una emoción? ¿Lo que me causaba ansiedad ha desaparecido? ¿Cómo cambió este alimento mi apetito? ¿Sigo teniendo hambre? ¿Cómo me siento mientras como esto? ¿Me siento tranquila y feliz o ansiosa y culpable? ¿Realmente tenía hambre o comí por otra razón? ¿Qué razón? ¿Me siento mejor? - Da la bienvenida a todos los alimentos.
Decir que un alimento es malo le da un poder innecesario. Es verdad, ciertos alimentos son más nutritivos que otros y contribuyen a mejorar tu salud y longevidad, pero cuando a algún alimento le pones la categoría de “malo”, automáticamente lo pones en un pedestal. La mayoría de las personas pone en esa categoría de prohibición alimentos que saben muy bien, por su alto contenido en sal, grasa y azúcar. Así que en cuanto lo pones dentro de esa categoría y te dices a ti mismo que no lo puedes comer, más se te va a antojar, y recuerda que a lo que te resistes, persiste. - Si el problema no es el hambre, la solución no es la comida. Somos la única especie que come para tratar de cambiar cómo nos sentimos, pero la realidad es que no solo no sirve, sino que además nos hace sentir peor. La mayoría de la gente me dice que comen como respuesta a alguna emoción que tratan de evitar, pero creo que lo más correcto es que comen cierto tipo de alimentos en respuesta a una emoción. La gente que come para enmascarar sus emociones normalmente busca alimentos basura que tienen un efecto de «droga» en el cuerpo, que pensamos que van a llenar el vacío que sentimos. Pero no se dan cuenta de que son precisamente estos alimentos los que generan el vacío que presumen llenar.
FUENTE: VOGUE ESPAÑA
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